RECUERDOS IMBORRABLES

Recuerdos imborrables (asqueroso XX)

Luego de fatigoso viaje de investigación por algunas importantes ciudades del sureste, soportando elevadísimas temperaturas y huracanados aguaceros típicos del verano tropical, Beto Corona y yo dimos por terminado el trabajo en Tapachula. Satisfechos de la  misión cumplida, en la que aplicamos las versiones más avanzadas de la técnica del Rompepómetro, (ahora en desuso, víctima de la tecnología cibernética y otras novedades que desconozco) decidimos regresar al día siguiente. 

Ya con la conciencia tranquila, abordamos el bimotor turbohélice que habría de regresarnos a la capital, se trataba de un avión, quizá Hawker-Siddeley, de unos cuarenta pasajeros que prestaba un servicio de tramos cortos, asi que la ruta de vuelo contemplaba tres escalas. En el último tramo, sin mucho techo de vuelo, el aparato era incapaz de dejar abajo las turbulencias o tal vez esa altura era el corredor asignado por las torres de control, el caso es que las bolsas de aire de caída casi libre y las sacudidas laterales iban provocando el mareo entre los pasajeros notablemente nerviosos, la "stewardess" no se daba a vasto para repartir pastillas y calmar al pasaje con forzada sonrisa y pueriles explicaciones de las circunstancias, las bolsas de mareo se agotaron y presa de los nervios la señorita nos abandonó a nuestra suerte y optó por meterse a estorbar a los pilotos en su cabina, no sin antes cerrar la puertecilla corriendo el pasador tras ella.

El aeroplano venía completamente lleno, pasillo angosto de por medio, a mi izquierda le había tocado su lugar a Beto. A falta de bolsas de mareo, los pasajeros empezaron a vomitar directo al suelo y pronto el estrecho corredor era un arrollo de viscosa basca que corría hacia todos lados obediente a la ley de gravedad. Voltee a ver a Beto, venía verde como Hulk y ya en su bolsa de mareo no había más espacio para otro acceso de vómito. ¿En qué te puedo ayudar, mi Coronel? le dije. -Por favor pásame tu bolsa de mareo si es que no la vas a usar, me respondió. Como yo venía bien le dije que con mucho gusto se la pasaba, me incliné para sacarla del respaldo del asiento frente a mí y !oh! sorpresa, un pasajero de escala anterior a nosotros abordar el avión, había dejado llena la bolsa y cuidadosamente la había acomodado en el lugar de las nuevas. El papel fatigado no resistió el esfuerzo y al sacarla, la bolsa de mareo se reventó arriba de mis dos rodillas cubriéndome el pantalón con nauseabundo vómito de no se quien. Del verde aceitunado,  Beto pasó al rojo jitomate y su carcajada se oyó seguramente hasta la cabina de los aviadores. Creo que ningún remedio de laboratorio le hubiera curado mejor el mareo.

Llegamos a México y la limpieza de emergencia que di al pantalón, fue insuficiente para ahuyentar al enjambre de moscas que me perseguía.

Buen fin de semana.
                                                                                                                                    Memoranda





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